Paso a desnivel

El Eje 3 Oriente es una prolongada serpiente que se retuerce bajo el Sol del mediodía y que divide a la ciudad en dos hemisferios de hacinamiento urbano. Tal es su longitud que un solo nombre no ha bastado para designarla: en el extremo norte se le conoce como Eduardo Molina; en la zona centro se le llama Francisco del Paso y Troncoso; y en el sur, Av. Cinco. Pero no importa en qué latitud se encuentre uno, siempre será el Eje 3 Oriente.

Cotidianamente, miles de automóviles se desplazan en ambos sentidos, dándole una apariencia tumultuosa, de río caudaloso, inconquistable. Las autoridades de la ciudad, sensibles a las calamidades de los transeúntes que diariamente se aventuran a cruzar sus dos vertientes, la han dotado de puentes elevados, semáforos, puestos de información y de socorro, todo lo cual ha contribuido a crear un monstruo horizontal que chilla estruendosamente, traga y vomita insaciable.

Por esa enorme plancha de asfalto se deslizan los autobuses de la Ruta 100. El pasajero que tiene la suerte de instalarse en uno de los asientos laterales, puede disfrutar, en el panorama que se ofrece a través de las ventanillas, una bonita lección de estratificación social: yendo de norte a sur todo es ascenso social, un ascenso que inicia en los arrabales más miserables, pasa por los multifamiliares, uniformes y monótonos aunque decorosos, y culmina en las suntuosas construcciones del sur.

Debido a mis ocupaciones, que me obligan a recorrer diariamente el Eje 3 Oriente de un extremo a otro, he sido testigo durante años de ese espectáculo. No exagero cuando digo que conozco palmo a palmo todos sus requiebros, pendientes y cuestas. El rigor de la experiencia cotidiana me ha hecho tal vez insensible a toda posibilidad de conmoción, pero existe un punto de la avenida al que nunca he logrado habituarme: se trata de un pozo oscuro y siniestro semejante a una cueva, al que todos llaman paso a desnivel.

Desde que uno siente su proximidad como una funesta premonición, sobreviene la angustia de lo desconocido; en seguida inicia una pendiente que se abisma con violencia y, en tanto que la velocidad de autobús se incrementa hasta llegar al vértigo, uno siente cómo un vacío sube lentamente desde el estómago. Pero lo verdaderamente escabroso viene después, cuando la pesada mole del autobús es literalmente tragada por aquella inconcebible bocanada de oscuridad silenciosa. La identidad individual, noción tan gastada en esta sociedad de masas, recibe en este punto el golpe más artero, porque uno se siente arrancado del tiempo y del espacio, ominosamente abolido de la realidad, sin asidero o punto de referencia. En el transcurso de unos instantes, uno parece recibir de golpe la subterránea conciencia de la soledad multitudinaria y el peso aplastante de la caótica ciudad de México. A todo esto, con lentitud exasperante, lo atenúa una luz en el fondo de la galería, una luz que se ensancha al tamaño de nuestra expectación hasta cegarnos, y entonces el autobús emerge de las entrañas de la tierra. Hay suspiros de alivio, sudor frío en los rostros, relajamiento.

La abarrotada tarde en que ocurrió el contratiempo (así lo llamaré, provisionalmente) tuve que esperar una hora antes de abordar el autobús en la terminal sur de la Ruta 100, no sé que percance había retrasado las corridas. Cuando al fin se normalizó el servicio, subí y ocupé uno de los asientos traseros, estiré las piernas y me dispuse a leer el periódico. La espera debió cansarme mucho porque sentía un extraño desfallecimiento; apenas el autobús se puso en marcha, las palabras que formaban las columnas del diario comenzaron a oscilar y a desbordar las páginas. Poco tiempo después me quedé dormido.

No era extraño que durmiera mientras recorría el Eje 3 Oriente, de regreso a casa. Sobre todo en los días agitados como aquel, me resultaba imposible resistir el sopor, comenzaba a soltar la cabeza y a entrecerrar a intervalos los párpados hasta quedar sumergido en el sueño. Me hubiera gusta poder atravesar el paso a desnivel en ese estado de somnolencia, pero era imposible. Ya hablé de la premonición, del oscuro sentido de su cercanía que me hacía despertar un poco antes de que comenzara la pendiente.

Así ocurrió aquella tarde. Abrí los ojos y me descubrí ligeramente reclinado sobre mi compañero de asiento; esbocé un gesto que pretendió ser una disculpa y en ese preciso instante comencé a sentir el vacío recorriéndome las entrañas. La pendiente que precedió ese día el paso a desnivel fue más inclinada y vertiginosa, había en ella algo de montaña rusa. Tuve que asirme del tubo del asiento de enfrente con ambas manos, tuve que sonreír a una anciana que me miró aterrorizada, quise cerrar los ojos y no pude.

Nada, esencialmente no ocurrió nada. ¿Cómo explicarlo? Fue como otras veces: de pronto estábamos ahí, sin ver nada en mitad del túnel, aunque la oscuridad era mucho más densa; como otras veces, el silencio agazapado en la garganta, el sudor frío, la ansiedad. Sólo restaba esperar la luz abriéndose camino en el extremo del túnel, el lento ascenso por la cuesta y, nuevamente, la realidad, la tarde, el fragor citadino. Sin embargo, nada de eso ocurrió: cuando penetró en la penumbra de la cueva, el autobús sufrió un estremecimiento semejante al que experimenta un cuerpo cuando entra al agua, un contenerse súbitamente en el impulso, un cesar fatigoso.

Ignoro cuánto tiempo llevamos aquí en mitad del túnel, pero mis manos tiemblan al escribir estas líneas. Algunas veces el chofer enciende la luz interior y entonces puedo ver los rostros de los pasajeros, son rostros impacientes, expectantes. Nadie ha querido hacer algo, ni mover un dedo, ni decir una palabra. Es evidente que desean guardar las apariencias, fingir que no pasa nada. Sólo yo escribo estas notas que ahora arrojo por la ventana.